miércoles, 27 de abril de 2011

El hada y la sombra.


     Hace mucho, mucho tiempo, antes de que los hombres y sus ciudades llenaran la tierra, antes incluso de que muchas cosas tuvieran un nombre, existía un lugar misterioso custodiado por el hada del lago. Justa y generosa, todos sus vasallos siempre estaban dispuestos a servirle. Y cuando unos malvados seres amenazaron el lago y sus bosques, muchos se unieron al hada cuando les pidió que la acompañaran en un peligroso viaje a través de ríos, pantanos y desiertos en busca de la Piedra de Cristal, la única salvación posible para todos.

     El hada advirtió de los peligros y dificultades, de lo difícil que sería aguantar todo el viaje, pero ninguno se asustó. Todos prometieron acompañarla hasta donde hiciera falta, y aquel mismo día, el hada y sus 50 más leales vasallos comenzaron el viaje. El camino fue aún más terrible y duro que lo había anunciado el hada. Se enfrentaron a bestias terribles, caminaron día y noche y vagaron perdidos por el desierto sufriendo el hambre y la sed. Ante tantas adversidades muchos se desanimaron y terminaron por abandonar el viaje a medio camino, hasta que sólo quedó uno, llamado Sombra. No era el más valiente, ni el mejor luchador, ni siquiera el más listo o divertido, pero continuó junto al hada hasta el final. Cuando ésta le preguntaba que por qué no abandonaba como los demás, Sombra respondía siempre lo mismo "Os dije que os acompañaría a pesar de las dificultades, y éso es lo que hago. No voy a dar media vuelta sólo porque haya sido verdad que iba a ser duro".

     Gracias a su leal Sombra pudo el hada por fin encontrar la Piedra de Cristal, pero el monstruoso Guardián de la piedra no estaba dispuesto a entregársela. Entonces Sombra, en un último gesto de lealtad, se ofreció a cambio de la piedra quedándose al servicio del Guardián por el resto de sus días...



       La poderosa magia de la Piedra de Cristal permitió al hada regresar al lago y expulsar a los seres malvados, pero cada noche lloraba la ausencia de su fiel Sombra, pues de aquel firme y generoso compromiso surgió un amor más fuerte que ningún otro. Y en su recuerdo, queriendo mostrar a todos el valor de la lealtad y el compromiso, regaló a cada ser de la tierra su propia sombra durante el día; pero al llegar la noche, todas las sombras acuden el lago, donde consuelan y acompañan a su triste hada.

                                                                   FIN

La invitación para el Gran Baile.


     Un príncipe terriblemente desordenado nunca hace caso a sus padres cuando le piden orden. La princesa del reino vecino, de la que está enamorado en secreto, organiza un gran baile e invita a todos los príncipes de los alredores.

     El príncipe está emocionado y lo prepara todo con esmero, pero el día del baile no encuentra la invitación entre el desorden de su cuarto. La busca desesperado y no la encuentra, y al final decide ordenar todo su cuarto, encontrando la invitación justo encima de la mesa. Para cuando llega al baile ya se marchaban todos y se vuelve muy triste y habiendo aprendido la lección. Pero tuvo suerte, y como no encontró novio, la princesa repitió el baile poco después, y como esta vez tuvo todo ordenado, no perdió la invitación y pudo conocer a la princesa, que también se enamoró de él.


                                                                                FIN

 

La princesa de fuego.


     Hubo una vez una princesa increíblemente rica, bella y sabia. Cansada de pretendientes falsos que se acercaban a ella para conseguir sus riquezas, hizo publicar que se casaría con quien le llevase el regalo más valioso, tierno y sincero a la vez. El palacio se llenó de flores y regalos de todos los tipos y colores, de cartas de amor incomparables y de poetas enamorados. Y entre todos aquellos regalos magníficos, descubrió una piedra; una simple y sucia piedra. Intrigada, hizo llamar a quien se la había regalado. A pesar de su curiosidad, mostró estar muy ofendida cuando apareció el joven, y este se explicó diciendo:
- Esa piedra representa lo más valioso que os puedo regalar, princesa: es mi corazón. Y también es sincera, porque aún no es vuestro y es duro como una piedra. Sólo cuando se llene de amor se ablandará y será más tierno que ningún otro.

     El joven se marchó tranquilamente, dejando a la princesa sorprendida y atrapada. Quedó tan enamorada que llevaba consigo la piedra a todas partes, y durante meses llenó al joven de regalos y atenciones, pero su corazón seguía siendo duro como la piedra en sus manos. Desanimada, terminó por arrojar la piedra al fuego; al momento vio cómo se deshacía la arena, y de aquella piedra tosca surgía una bella figura de oro. Entonces comprendió que ella misma tendría que ser como el fuego, y transformar cuanto tocaba separando lo inútil de lo importante.


     Durante los meses siguientes, la princesa se propuso cambiar en el reino, y como con la piedra, dedicó su vida, su sabiduría y sus riquezas a separar lo inútil de lo importante. Acabó con el lujo, las joyas y los excesos, y las gentes del país tuvieron comida y libros. Cuantos trataban con la princesa salían encantados por su carácter y cercanía, y su sola prensencia transmitía tal calor humano y pasión por cuanto hacía, que comenzaron a llamarla cariñosamente "La princesa de fuego".

     Y como con la piedra, su fuego deshizo la dura corteza del corazón del joven, que tal y como había prometido, resultó ser tan tierno y justo que hizo feliz a la princesa hasta el fin de sus días.


                                          FIN

lunes, 25 de abril de 2011

El hada del saúco.


     Érase una vez un chiquillo que se había resfriado.
Cuando estaba fuera de casa se había mojado los pies, nadie sabía cómo, pues el tiempo era completamente seco. Su madre lo desnudó y acostó, y, pidiendo la tetera, se dispuso a prepararle una taza de té de saúco, pues esto calienta. En esto vino aquel viejo señor tan divertido que vivía solo en el último piso de la casa. No tenía mujer ni hijos pero quería a los niños, y sabía tantos cuentos e historias que daba gusto oírlo.

- Ahora vas a tomarte el té -dijo la madre al pequeño- y a lo mejor te contarán un cuento, además.
- Lo haría si supiese alguno nuevo -dijo el viejo con un gesto amistoso-. Pero, ¿cómo se ha mojado los pies este rapaz? -preguntó.
- ¡Eso digo yo! -contestó la madre-. ¡Cualquiera lo entiende!
- ¿Me contarás un cuento? -pidió el niño.
- ¿Puedes decirme exactamente - pues debes saberlo - qué profundidad tiene el arroyo del callejón por donde vas a la escuela?
- Me llega justo a la caña de las botas -respondió el pequeño-, pero sólo si me meto en el agujero hondo.
- Conque así te mojaste los pies, ¿eh? -dijo el viejo-. Bueno, ahora tendría que contarte un cuento, pero el caso es que ya no sé más.
- Pues invéntese uno nuevo -replicó el chiquillo-. Dice mi madre que de todo lo que observa saca usted un cuento, y de todo lo que toca, una historia.
- Sí, pero esos cuentos e historias no sirven. Los de verdad, vienen por sí solos, llaman a la frente y dicen: ¡aquí estoy!
- ¿Llamarán pronto? -preguntó el pequeño. La madre se echó a reír, puso té de saúco en la tetera y le vertió agua hirviendo.
- ¡Cuente, cuente!
- Lo haré, si el cuento quiere venir por sí solo, pero son muy remilgados. Sólo se presentan cuando les viene en gana. ¡Espera! -añadió-. ¡Ya lo tenemos! Escucha, hay uno en la tetera.

     El pequeño dirigió la mirada a la tetera; la tapa se levantaba, y las flores de saúco salían del cacharro, tiernas y blancas; proyectaron grandes ramas largas, y hasta del pitorro salían, esparciéndose en todas direcciones y creciendo sin cesar.
Era un espléndido saúco, un verdadero árbol, que llegó hasta la cama, apartando las cortinas. Era todo él un cuajo de flores olorosas, y en el centro había una anciana de bondadoso aspecto, extrañamente vestida. Todo su ropaje era verde, como las hojas del saúco, lleno de grandes flores blancas. A primera vista no se distinguía si aquello era tela o verdor y flores vivas.

- ¿Cómo se llama esta mujer? -preguntó el niño.
«Verás: los romanos y griegos -respondió el viejo- la llamaban Dríada, pero esta palabra no la entendemos nosotros. Allá en Nyboder le damos otro nombre mejor; la llamamos "mamita saúco", y has de fijarte en esto. Escucha y contempla el espléndido saúco. Hay uno como él, florido también, allá abajo; crecía en un ángulo de una era pequeña y humilde. Un mediodía dos ancianos se habían sentado al sol, bajo aquel árbol. Eran un marino muy viejo y su mujer, que no lo era menos. Tenían ya bisnietos, y pronto celebrarían las bodas de oro, aunque apenas se acordaban ya del día de su boda; el hada, desde el árbol, parecía tan satisfecha como esta de aquí.


- Yo sé cuándo son vuestras bodas de oro -dijo; pero los viejos no la oyeron; hablaban de tiempos pasados.
- ¿Te acuerdas? -decía el viejo marino-. ¿Te acuerdas de cuando éramos niños y corríamos y jugábamos en esta misma era? Plantábamos tallitos en el suelo y hacíamos un jardín.
- Sí -replicó la anciana-, lo recuerdo bien. Regábamos los tallos; uno e ellos era una rama de saúco, que echó raíces y sacó verdes brotes y se convirtió en un árbol grande y espléndido; este mismo bajo el cual estamos.
- Sí, esto es -dijo él-; y allí en la esquina había un gran barreño; en él flotaba mi barca. Yo mismo me la había tallado. ¡Qué bien navegaba! Pero pronto lo haría yo por otros mares.
- Sí, pero antes fuimos a la escuela y aprendimos unas cuantas cosas -prosiguió ella - Y luego nos prometieron. Los dos llorábamos, pero aquella tarde fuimos, cogidos de la mano, a la Torre Redonda, para ver el ancho mundo que se extiende más allá de Copenhague y del océano. Después nos fuimos a Frederiksberg, donde el Rey y la Reina paseaban por los canales en su embarcación de gala.
- Pero pronto me tocó a mí navegar por otros lugares, durante muchos años. Fui lejos, muy lejos, en el curso de largos viajes.
- Sí, ¡cuántas lágrimas me costaste! -dijo ella-. Creí que habías muerto; te veía en el fondo del mar, sepultado en el fango. ¡Cuántas noches me levanté para ver si la veleta giraba! Sí, giraba, pero tú no volvías. Me acuerdo de un día que estaba lloviendo a cántaros, el basurero se paró frente a la puerta de la casa donde yo servía. ¡Era un tiempo espantoso! Yo salí con el cubo de basura y me quedé en la puerta, y mientras aguardaba allí se me acercó el cartero y me dio una carta, una carta tuya. ¡Dios mío, lo que había viajado aquel sobre! Lo abrí y leí la carta, llorando y riendo a la vez. ¡Estaba tan contenta! Decía el papel que te hallabas en tierras cálidas, donde crecía el café. ¡Qué país más maravilloso debe ser! ¡Me contabas tantas cosas! Y yo las estaba viendo mientras la lluvia caía sin cesar, de pie yo con mi cubo de basura. Alguien me cogió por el talle...
- Pero tú le propinaste un buen bofetón, muy sonoro por cierto.
- No sabía que fueses tú. Habías llegado junto con la carta y ¡estabas tan guapo! - y todavía lo eres -. Llevabas en el bolsillo un largo pañuelo de seda amarillo, y un sombrero nuevo. ¡Qué elegante ibas! ¡Dios mío y qué tiempo hacía, y cómo estaba la calle!
- Entonces nos casamos -dijo él-, ¿te acuerdas? ¿Y de cuándo vino el primer hijo, y después María y Niels, y Pedro, y Juan, y Cristián?
- Sí, y todos crecieron y se hicieron personas como Dios manda, a quienes todo el mundo aprecia.
- Y sus hijos han tenido ya hijos a su vez -dijo el viejo-. Nuestros bisnietos; hay buena semilla. ¿No fue en este tiempo del año cuando nos casamos?
- Sí, justamente es hoy el día de vuestras bodas de oro -intervino el hada del sabucal, metiendo la cabeza entre los dos viejos, los cuales pensaron que era la vecina que les hacía señas.
    
     Miráronse a los ojos y se cogieron de las manos.

     Al poco rato se presentaron los hijos y los nietos; todos sabían muy bien que eran las bodas de oro; ya los habían felicitado, pero los viejos se habían olvidado, mientras se acordaban muy bien de lo ocurrido tantos años antes. El saúco exhalaba un intenso aroma, y el sol, cerca ya de la puerta, daba a la cara de los abuelos. Los dos tenían rojas las caras, y el más pequeño de sus nietos bailaba a su alrededor, gritando, alegre, que habría cena de fiesta: comerían patatas calientes. Y el hada asentía desde el árbol y se sumaba a los hurras de los demás».
- Pero esto no es un cuento -observó el chiquillo, que escuchaba la narración.
- Tú lo sabrás mejor -replicó el viejo señor que contaba-. Lo preguntaremos al hada del saúco.
- No fue un cuento -dijo ésta-; el cuento viene ahora. Las más bellas leyendas surgen de la realidad; de otro modo, mi hermoso saúco no podría haber salido de la tetera -. Y, sacando de la cama al chiquillo, lo estrechó contra su pecho, y las ramas cuajadas de flores se cerraron en torno a los dos. Quedaron ellos rodeados de espesísimo follaje, y el hada se echó a volar por los aires. ¡Qué indecible hermosura!

     El hada se había transformado en una linda muchachita, pero su vestido seguía siendo de la misma tela verde, salpicada de flores blancas, que llevaba en el saúco. En el pecho lucía una flor de saúco de verdad, y alrededor de su rubia cabellera ensortijada, una guirnalda de las mismas flores. Sus ojos eran grandes y azules, y era maravilloso mirarlos. Ella y el chiquillo se besaron, y entonces quedaron de igual edad, sintiendo las mismas alegrías.

                                                 Fin.

domingo, 24 de abril de 2011

La Gotita de agua.


     Este era un pobre campesino cuya única riqueza consistía en un pequeño campo sembrado de maíz. Trabajaba todo el día en él, arrancando la hierba y enderezando las matas.

     El campesino estaba triste porque, por falta de agua, las milpas estaban marchitas y temía que se secaran. Un día, mientras veía el cielo con tristeza, desde una buena nube dos gotas de agua lo miraron y una de ellas le dijo a la otra:

-El campesino está muy triste porque sus milpas se mueren de sed. Quiero hacerle algún bien.

-Sí - contestó la otra-, pero piensa que eres sólo una gota y no conseguirás humedecer siquiera una mata de maíz.

-Bien -replicó la primera-, aun cuando soy pequeña haré lo que pueda.

     Y al decirlo se desprendió de la nube. Aún no había llegado a la tierra, cuando otra gotita dijo:

-Yo iré también.
-Y yo, y yo - gritaron muchas gotas.

     A poco, miles de gotitas caían sobre las milpas en ruidoso aguacero. Las milpas, agradecidas, se enderezaron enseguida y el campesino obtuvo una cosecha abundante de maíz. Todo porque una pequeña gota de agua se decidió a hacerlo lo que podía.

                                               FIN

El flautista de Hamelín.

     Hace mucho, muchísimo tiempo, en la próspera ciudad de Hamelín, sucedió algo muy extraño: una mañana, cuando sus gordos y satisfechos habitantes salieron de sus casas, encontraron las calles invadidas por miles de ratones que merodeaban por todas partes, devorando, insaciables, el grano de sus repletos graneros y la comida de sus bien provistas despensas.
     Nadie acertaba a comprender la causa de tal invasión, y lo que era aún peor, nadie sabía qué hacer para acabar con tan inquitante plaga.

     Por más que pretendían exterminarlos o, al menos, ahuyentarlos, tal parecía que cada vez acudían más y más ratones a la ciudad. Tal era la cantidad de ratones que, día tras día, se enseñoreaba de las calles y de las casas, que hasta los mismos gatos huían asustados.

     Ante la gravedad de la situación, los prohombres de la ciudad, que veían peligrar sus riquezas por la voracidad de los ratones, convocaron al Consejo y dijeron: "Daremos cien monedas de oro a quien nos libre de los ratones".

     Al poco se presentó ante ellos un flautista taciturno, alto y desgarbado, a quien nadie había visto antes, y les dijo: "La recompensa será mía. Esta noche no quedará ni un sólo ratón en Hamelín".

     Dicho esto, comenzó a pasear por las calles y, mientras paseaba, tocaba con su flauta una maravillosa melodía que encantaba a los ratones, quienes saliendo de sus escondrijos seguían embelesados los pasos del flautista que tocaba incansable su flauta.

      Y así, caminando y tocando, los llevó a un lugar muy lejano, tanto que desde allí ni siquiera se veían las murallas de la ciudad.

     Por aquel lugar pasaba un caudaloso río donde, al intentar cruzarlo para seguir al flautista, todos los ratones perecieron ahogados.

     Los hamelineses, al verse al fin libres de las voraces tropas de ratones, respiraron aliviados. Ya tranquilos y satisfechos, volvieron a sus prósperos negocios, y tan contentos estaban que organizaron una gran fiesta para celebrar el feliz desenlace, comiendo excelentes viandas y bailando hasta muy entrada la noche.

     A la mañana siguiente, el flautista se presentó ante el Consejo y reclamó a los prohombres de la ciudad las cien monedas de oro prometidas como recompensa. Pero éstos, liberados ya de su problema y cegados por su avaricia, le contestaron: "¡Vete de nuestra ciudad!, ¿o acaso crees que te pagaremos tanto oro por tan poca cosa como tocar la flauta?".
Y dicho esto, los orondos prohombres del Consejo de Hamelín le volvieron la espalda profiriendo grandes carcajadas.

     Furioso por la avaricia y la ingratitud de los hamelineses, el flautista, al igual que hiciera el día anterior, tocó una dulcísima melodía una y otra vez, insistentemente.
Pero esta vez no eran los ratones quienes le seguían, sino los niños de la ciudad quienes, arrebatados por aquel sonido maravilloso, iban tras los pasos del extraño músico.
Cogidos de la mano y sonrientes, formaban una gran hilera, sorda a los ruegos y gritos de sus padres que en vano, entre sollozos de desesperación, intentaban impedir que siguieran al flautista.

Nada lograron y el flautista se los llevó lejos, muy lejos, tan lejos que nadie supo adónde, y los niños, al igual que los ratones, nunca jamás volvieron.

     En la ciudad sólo quedaron sus opulentos habitantes y sus bien repletos graneros y bien provistas despensas, protegidas por sus sólidas murallas y un inmenso manto de silencio y tristeza.

     Y esto fue lo que sucedió hace muchos, muchos años, en esta desierta y vacía ciudad de Hamelín, donde, por más que busquéis, nunca encontraréis ni un ratón ni un niño.

                                                FIN

La escuela de las hadas.


      Las hadas tienen orígenes muy diferentes. Pueden nacer del huevo azul que ponen las golondrinas cuando en la alta y oscura noche se rozan sus alas con las del Ángel de la Guarda; del agua de una fuente que haya oido cantar a los niños la misma ronda durante cien años ... Pero no quiero hablar ahora de las hadas de origen misterioso, sino de cómo puede llegar a serlo cualquier niña con menos trabajo que aprobar el segundo grado. Solo hace falta un poco de suerte, como para todo en esta vida, y un corazón bien puesto.



      Mi hermanita Cordelia es hoy una de las hadas más poderosas, y eso que era una chica bastante tonta, que gritaba como una descosida cuando yo le daba un tirón del pelo y que no sabía comer chocolate sin ensuciarse la cara.

       Las cosas ocurrieron así:

      Cordelia escapó un día, a la hora de la siesta, de la casa de campo en que vivíamos. Paseó por un caminito, paseó por otro y por otro, hasta que no supo encontrar el de la casa. Cuando se dio cuenta de que se había perdido, en lugar de asustarse por ella pensó en el disgusto que íbamos a tener nosotros. Y yo creo que en eso está el secreto de todo lo que le ocurrió después.


     Lloró acordándose de toda la familia, sin olvidar al gato ni a mí, que siempre le tiraba de la trenza. Cuando se secó las lágrimas se encontró en un camino que antes no existía y que la llevó, cruzando un bosque, que tampoco existía antes, hasta la puerta de una casa de aspecto siniestro. La puerta y las ventanas estaban cubiertas de espesas telas, por las que se paseaban horribles arañas, y en el interior sonaban cadenas y una voz de ogro que decía:


-¡Ah, que te como! ¡Ay, que te almuerzo!


     Cordelia iba a escapar muy asustada cuando oyó la vocecita lastimera de un niño que gritaba:


-¡Socorro! ¡Socorro, que me come crudo!


     Cordelia entonces hizo un gran esfuerzo para vencer su miedo y, cerrando los ojos, desgarró las telas de araña de la puerta y entró en la casa temblando heroicamente, pues ha de saberse que el verdadero heroísmo es el de quien, con miedo y todo, se atreve a hacer lo que corresponde.


     Pero la casa resultó como una de esas frutas de cáscara amarga y corazón dulce, pues no bien hubo traspuesto la puerta se encontró en un gran salón de suaves colores, donde muchas niñas de resplandeciente belleza, sentadas en sillones de raso y terciopelo, la miraban sonriendo.


    También le sonrió, entre su barba blanca que le llegaba a la cintura, un anciano de alto bonete y flotante túnica negra bordada de estrellas y lunas de plata y oro, que, con una tiza en la mano, estaba delante de un gran pizarrón. Le sonrió y le dijo:


-Cordelia, has dado un brillante examen de ingreso al atreverte a entrar en esta casa para salvar al niño en peligro de ser comido. Quedas admitida como alumna regular en la Escuela de las Hadas.


-¿Y el niño? -preguntó Cordelia.


    El viejo maestro la envolvió en una sonrisa burlona y Cordelia se puso colorada hasta la raíz del cabello. ¡Bien había comprendido ella que allí nunca hubo ogro ni niño comestible, sino un truco mágico para probarla! Y la pregunta la hizo para exagerar su bondad y quedar bien. El anciano maestro le dijo:


- Ahora siéntate a estudiar.


-¿Dónde me siento? -preguntó mi hermanita.


     El maestro puso cara de impaciente y exclamó:


-Pero ¿no ves ese sillón dorado a tu izquierda?


     Ni a su izquierda ni a su derecha ni atrás ni adelante había ningún sillón. Pero Cordelia valientemente, se sentó en el aire, ¡cataplum! ... ¡No! ¡No se cayó! Oportunamente apareció el sillón donde convenía.


-¡Muy bien Cordelia! -aprobó el anciano-. Tu fe te ha salvado de darte un buen golpe, pues, si hubieras dudado antes de sentarte, estarías ahora rascándote por el porrazo. Creo que si te aplicas llegarás a ser un hada bastante decente dentro de cien años.


     Al ver la cara de asombro y desilusión de Cordelia las demás alumnas rompieron en una estrepitosa carcajada.


-¡No le hagas caso! -gritaron todas a coro-. Lo de los cien años te lo dice para ver la cara que pones. Aquí nos recibimos volando.


     Y muchas que ya tenían alas de mariposa, echaron a volar, saliendo y entrando por las ventanas y entonando una canción revolucionaria que comenzaba así:


                              Si el viejo Merlín                                  
                           
                              se enoja, se enoja,                       


                              volvamos la hoja


                              y a mí plin, plin, plin.

-¡Señoritas, a su lugar! -gritó el maestro.
    
     Pero las chicas seguían revoloteando por el salón y entrando y saliendo por las ventanas, y una respondió:


   -Nuestro lugar es el aire, pues para eso tenemos alas. ¡Ven, Cordelia, y vuela con nosotras!


     Y ella y otra tomaron a Cordelia por ambas manos y la levantaron haciéndola volar en redondo junto al alto techo.
-¡Disciplina, orden, o las vuelvo feas! -gritó Merlín, y aquello fue santo remedio. Como por arte de magia todas plegaron las alas y volvieron a sus puestos. Pero las dos que habían alzado a Cordelia, con el susto de volverse feas, le soltaron en plena altura, y no se sabe qué golpe se hubiera pegado si la figura de un payaso que había pintado en el techo no estira una mano y la sostiene por los cabellos.


-¡Suéltala! -le ordenó Merlín. 

   Cordelia pataleaba en el aire y no sabía si reír o llorar. El pelo no le dolía, pues estaba muy acostumbrada a los tirones que yo le daba, y. además siempre había soñado con ser trapecista en un gran circo. El pasayo, sin soltarla, dijo:


-Señor Merlín, ya que hay tanta indisciplina en la clase ¿por qué yo, que no soy más que una figura pintada, no puedo también portarme un poco mal y balancear a esta chica en el aire? ¡Es tan divertido!

     Y la seguía balanceando, cada vez con más fuerza. Las otras se reían tanto que a Cordelia le dio rabia y les sacó la lengua.


-¡Ay, qué chica tan maleducada! -exclamó el payaso. Y la soltó, con lo cual volvió a ser una figura inmóvil pintada en el techo. Cordelia, sin hacerse el menor daño, fue a caer justamente en su sillón.


     Estaba aturdida, no por el golpe -que no fue nada- ni por el balanceo -que resultó muy divertido-, sino porque no podía comprender por qué todo el mundo, hasta las figuras del techo, era allí tan desobediente. Miró al maestro con ojos interrogativos, y éste se quitó el gorro, se rascó la cabeza y le dijo:


-Te voy a explicar, Cordelia, lo que pasa. Yo, como todos los sabios, soy un poco distraído, y una vez me distraje pensando en un perro muy bonito que había visto en el camino y estuve toda la tarde enseñándoles a mis alumnas a ser buenos perros. Les enseñé a dar la pata como los perros, a ir a buscar un palo en el agua, a llevar una canasta en la boca y otras muchas cosas que forman la buena educación de un perro. Ellas, las pobres chicas, me obedecían sin chistar y ladrando lo mejor posible. Cuando me di cuenta de mi error les dije ...


     Pero la clase entera lo interrumpió diciendo a coro:


-Soy un viejo tonto y no tienen que hacerme caso al pie de la letra.


-Sí -agregó Merlín -; eso les dije. Y desde entonces se aprovechan y de tanto en tanto me desobedecen.


-¡Qué triste! -exclamó Cordelia, sinceramente emocionada.


-No vayas a creer -le dijo Merlín-; así las clases resultan mucho más divertidas.

-Y lo queremos más -dijeron todas las chicas.

     Merlín entonces se puso muy serio. Parecía escuchar un ruido lejano. La clase permanecía en profundo silencio y en todos los ojos brillaba una lucecita de curiosidad. Por fin el maestro tomó el largo bonete que se había quitado y se lo colocó en la cabeza, pero al revés, es decir, con la punta en equilibrio sobre el cráneo calvo.

     Nadie decía nada. Cordelia no pudo más y le avisó:

-Señor, disculpe, pero ha cometido una de sus distracciones. Se ha puesto el bonete al revés.

-No, hija mía; mi bonete está muy bien puesto -le respondió él distraídamente.

     Cordelia abrió la boca para replicar, pero en ese momento entró por la ventana un pajarito chillando como si estuviera desplumado. Y, revoloteando por el aula, decía en pío-pío, que es uno de los treinta idiomas que hablan los pájaros:


- ¡Ay, que desgracia la mía!
   ¡Quiero poner un huevito
   y no encuentro un arbolito
   con una casa vacía!


     ¡Soy un desdichado
     que no encuentra un nido!
     ¡Todo está alquilado!
     ¡Todo está ocupido!

-¡No se dice ocupido sino ocupado! -prorrumpió la clase entera.

     El pajarito, que se había posado en el alto respaldo del sillón de Cordelia, las miró con desprecio y dijo:

-¡Niñas tontas! ¿Se creen que una persona a la que le ocurre una desgracia como la mía está para preocuparse por la corrección del idioma? ¡Ah, pero allí veo un hermoso nido!

     Y con dos golpes de ala se coló de rondón en el bonete invertido del mago. Entonces Merlín se volvió a Cordelia y le dijo:

-¿Ves como mi bonete estaba bien puesto? Debes aprender que en este mundo de las hadas -y algunas veces también en el otro- las cosas que parecen estar mal están bien y "vice de la versa".


-¡Ah ..! -exclamó la clase con la boca abierta.


-Sí -continuó Merlín-, pero "vice de la versa"está mal dicho; se debe decir viceversa, que quiere decir al revés.

-Y si usted lo sabía bien ¿por qué lo dijo mal? -preguntó una alumna.

-Para que, si el pajarito me oye desde el fondo de mi bonete, no se avergüence de haber pronunciado mal una palabra, al ver que hasta un gran sabio como yo se puede equivocar.

-Es usted un sabio muy delicado -dijo el pajarito, que había puesto su huevo y estaba posado en el borde del bonete. Y agregó:

-Y ahora, adiós, que me tengo que ir muy apurado, a otro país para anunciar la llegada de la primavera. Si yo no la anuncio con mi canto ella no podrá entrar y los pobres chicos andarán envueltos en bufandas de lana, que pican mucho cuando no hace frío, y las hermosas flores se impacientarán al no poder sacar sus cabecitas de la tierra.

-Bueno, vete a cumplir con tu deber -le dijo Merlín-, pero antes dime cómo te llamas para poder recordarte.

-Pajarito, no más -dijo él. Y agitando las alas salió por una ventana y se perdió en el cielo azul.

     Merlín, distraído, dio vuelta el bonete y se lo encasquetó hasta las orejas. Toda la clase contuvo un grito y él, poniendo cara muy fea, exclamó:

-¡Por mis propias barbas, qué tontería acabo de hacer! El huevito al caer de tan alto se ha estrellado sobre mi cráneo, y en lugar de un hermoso pajarito no tendremos más que una tortilla chica, como para un ratón.

     Y tristemente se quitó el bonete. Pero en vez de chorrearle el huevo estrellado por la cara, salió volando una bandada de pajaritos muy chicos, pero ya con sus plumas de colores, que revolotearon un momento por el aula diciendo gracias, gracias en pío, que es la media lengua del pío-pío. Después, formados en arco, se fueron por una ventana, y era como si hubiera salido el arco iris.

     Mirando irse la bandada estaban cuando el payaso que había pintado en el techo se puso las manos a los lados de la boca, a manera de bocina, y gritó:

-¡Talán! ¡Talán! ¡Talán!

-¡Recreo! ¡Recreo! -gritaron a su vez las niñas. Y, las que ya tenían alas volando y las otras sobre sus pies, salieron bulliciosamente del aula.


                                                                             FIN