viernes, 22 de marzo de 2013

Caperucita Roja

Había una vez una niña muy bonita. Su madre le había hecho una capa roja y la muchachita la llevaba tan a menudo que todo el mundo la llamaba Caperucita Roja.

Un día, su madre le pidió que llevase unos pasteles a su abuela que vivía al otro lado del bosque, recomendándole que no se entretuviese por el camino, pues cruzar el bosque era muy peligroso, ya que siempre andaba acechando por allí el lobo.
 
Caperucita Roja recogió la cesta con los pasteles y se puso en camino. La niña tenía que atravesar el bosque para llegar a casa de la Abuelita, pero no le daba miedo porque allí siempre se encontraba con muchos amigos: los pájaros, las ardillas... De repente vio al lobo, que era enorme, delante de ella.

—¿A dónde vas, niña? —le preguntó el lobo con su voz ronca.

—A casa de mi abuelita —le dijo Caperucita.

—No está lejos —pensó el lobo para sí, dándose media vuelta.
 
Caperucita puso su cesta en la hierba y se entretuvo cogiendo flores: «El lobo se ha ido —pensó—, no tengo nada que temer. La abuela se pondrá muy contenta cuando le lleve un hermoso ramo de flores además de los pasteles».

Mientras tanto, el lobo se fue a casa de la Abuelita, llamó suavemente a la puerta y la anciana le abrió pensando que era Caperucita. Un cazador que pasaba por allí había observado la llegada del lobo.

El lobo devoró a la Abuelita y se puso el gorro rosa de la desdichada, se metió en la cama y cerró los ojos. No tuvo que esperar mucho, pues Caperucita Roja llegó enseguida, toda contenta. La niña se acercó a la cama y vio que su abuela estaba muy cambiada.
 

—Abuelita, abuelita, ¡qué ojos más grandes tienes!

—Son para verte mejor —dijo el lobo tratando de imitar la voz de la abuela.

—Abuelita, abuelita, ¡qué orejas más grandes tienes!

—Son para oírte mejor —siguió diciendo el lobo.

—Abuelita, abuelita, ¡qué dientes más grandes tienes!

—Son para... ¡comerte mejoooor! —y diciendo esto, el lobo malvado se abalanzó sobre la niñita y la devoró, lo mismo que había hecho con la abuelita.
 
Mientras tanto, el cazador se había quedado preocupado y creyendo adivinar las malas intenciones del lobo, decidió echar un vistazo a ver si todo iba bien en la casa de la Abuelita. Pidió ayuda a un serrador y los dos juntos llegaron al lugar. Vieron la puerta de la casa abierta y al lobo tumbado en la cama, dormido de tan harto que estaba.
 

El cazador sacó su cuchillo y rajó el vientre del lobo. La Abuelita y Caperucita estaban allí, ¡vivas! Para castigar al lobo malo, el cazador le llenó el vientre de piedras y luego lo volvió a cerrar. Cuando el lobo despertó de su pesado sueño, sintió muchísima sed y se dirigió a un estanque próximo para beber. Como las piedras pesaban mucho, cayó en el estanque de cabeza y se ahogó.
 
 

En cuanto a Caperucita y su abuela, no sufrieron más que un gran susto, pero Caperucita Roja había aprendido la lección. Prometió a su Abuelita no hablar con ningún desconocido que se encontrara en el camino. De ahora en adelante, seguiría las juiciosas recomendaciones de su Abuelita y de su Mamá.

jueves, 12 de mayo de 2011

El principe y el juguetero.


     Había una vez un pequeño príncipe acostumbrado a tener cuanto quería. Tan caprichoso era que no permitía que nadie tuviera un juguete si no lo tenía él primero. Así que cualquier niño que quisiera un juguete nuevo en aquel país, tenía que comprarlo dos veces, para poder entregarle uno al príncipe.


     Cierto día llegó a aquel país un misterioso juguetero, capaz de inventar los más maravillosos juguetes. Tanto le gustaron al príncipe sus creaciones, que le invitó a pasar todo un año en el castillo, prometiéndole grandes riquezas a su marcha, si a cambio creaba un juguete nuevo para él cada día. El juguetero sólo puso una condición:
- Mis juguetes son especiales, y necesitan que su dueño juegue con ellos - dijo - ¿Podrás dedicar un ratito al día a cada uno?
- ¡Claro que sí! - respondió impaciente el pequeño príncipe- Lo haré encantado.



     Y desde aquel momento el príncipe recibió todas las mañanas un nuevo juguete. Cada día parecía que no podría haber un juguete mejor, y cada día el juguetero entregaba uno que superaba todos los anteriores. El príncipe parecía feliz.


     Pero la colección de juguetes iba creciendo, y al cabo de unas semanas, eran demasiados como para poder jugar con todos ellos cada día. Así que un día el príncipe apartó algunos juguetes, pensando que el juguetero no se daría cuenta. Sin embargo, cuando al llegar la noche el niño se disponía a acostarse, los juguetes apartados formaron una fila frente él y uno a uno exigieron su ratito diario de juego.



     Hasta bien pasada la medianoche, atendidos todos sus juguetes, no pudo el pequeño príncipe irse a dormir.

   

     Al día siguiente, cansado por el esfuerzo, el príncipe durmió hasta muy tarde, pero en las pocas horas que le quedaban al día tuvo que descubrir un nuevo juguete y jugar un ratito con todos los demás. Nuevamente acabó tardísimo, y tan cansado que apenas podía dejar de bostezar.
Desde entonces cada día era aún un poquito peor que el anterior. El mismo tiempo, pero un juguete más. Agotado y adormilado, el príncipe apenas podía disfrutar del juego. Y además, los juguetes estaban cada vez más enfadados y furiosos, pues el ratito que dedicaba a cada uno empezaba a ser ridículo.



     En unas semanas ya no tenía tiempo más que para ir de juguete en juguete, comiendo mientras jugaba, hablando mientras jugaba, bañándose mientras jugaba, durmiendo mientras jugaba, cambiando constantemente de juego y juguete, como en una horrible pesadilla. Hasta que desde su ventana pudo ver un par de niños que pasaban el tiempo junto al palacio, entretenidos con una piedra.
- Hummm, ¡tengo una idea! - se dijo, y los mandó llamar. Estos se presentaron resignados, preguntándose si les obligaría a entregar su piedra, como tantas veces les había tocado hacer con sus otros juguetes.

     Pero no quería la piedra. Sorprendentemente, el príncipe sólo quería que jugaran con él y compartieran sus juguetes. Y al terminar, además, les dejó llevarse aquellos que más les habían gustado.

     Aquella idea funcionó. El príncipe pudo divertirse de nuevo teniendo menos juguetes de los que ocuparse y, lo que era aún mejor, nuevos amigos con los que divertirse. Así que desde entonces hizo lo mismo cada día, invitando a más niños al palacio y repartiendo con ellos sus juguetes.


 Y para cuando el juguetero tuvo que marchar, sus maravillosos 365 juguetes estaban repartidos por todas partes, y el palacio se había convertido en el mayor salón de juegos del reino.

                                                                                                               FIN.

miércoles, 11 de mayo de 2011

Los tres cerditos.



Érase una vez tres cerditos que vivían con sus papás. Pero a medida que iban creciendo parecía que la casa se hacía más pequeña para darle cabida a todos.

- "No tenemos sitio suficiente para todos" dijo su mamá un día. "Deben marcharse y abrirse camino por sus propios medios".

Los tres cerditos se fueron por el mundo a buscar fortuna. A los tres cerditos les gustaba la música y cada uno de ellos tocaba un instrumento. El más pequeño tocaba la flauta, el mediano el violín y el mayor tocaba el piano...


Uno de ellos propuso que cada uno se hiciera su propia casa y a los otros dos les pareció una buena idea, y se pusieran manos a la obra, cada uno construyendo su casita.

- La mía será de paja - dijo el más pequeño-, la paja es blanda y se puede sujetar con facilidad. Terminaré muy pronto y podré ir a jugar.

 
El hermano mediano decidió que su casa sería de madera:
- Puedo encontrar un montón de madera por los alrededores, - explicó a sus hermanos, - Construiré mi casa en un santiamén con todos 

                                                                                     estos troncos y me iré también a jugar.
                                                                                    




El mayor decidió construir su casa con ladrillos.

- Aunque me cueste mucho esfuerzo, será muy fuerte y resistente, y dentro estaré a salvo del lobo. Le pondré una chimenea para asar las bellotas y hacer caldo de zanahorias.



 Cuando las tres casitas estuvieron terminadas, los cerditos cantaban y bailaban en la puerta, felices por haber acabado con el problema. De detrás de un árbol grande surgió el lobo, rugiendo de hambre y gritando:
- Cerditos, ¡os voy a comer!






Cada uno se escondió en su casa, pensando que estaban a salvo, pero el Lobo Feroz se encaminó a la casita de paja del hermano pequeño y en la puerta aulló:

- ¡Soplaré y soplaré y la casita derribaré!

Y sopló con todas sus fuerzas: sopló y sopló y la casita de paja se vino abajo. El cerdito pequeño corrió lo más rápido que pudo y entró en la casa de madera del hermano mediano.




De nuevo el Lobo, más enfurecido que antes al sentirse engañado, se colocó delante de la puerta y comenzó a soplar y soplar gruñendo:

- ¡Soplaré y soplaré y la casita derribaré!

La madera crujió, y las paredes cayeron y los dos cerditos corrieron a refugiarse en la casa de ladrillo del mayor. El lobo estaba realmente enfadado y hambriento, y ahora deseaba comerse a los Tres Cerditos más que nunca, y frente a la puerta bramó:




- ¡Soplaré y soplaré y la puerta derribaré!

Y se puso a soplar tan fuerte como el viento de invierno
Sopló y sopló, pero la casita de ladrillos era muy resistente y no conseguía su propósito. Decidió trepar por la pared y entrar por la chimenea. Se deslizó hacia abajo... Y cayó en el caldero donde el cerdito mayor estaba hirviendo sopa de nabos. Escaldado y con el estómago vacío salió huyendo hacia el lago.



     Los cerditos no le volvieron a ver. El mayor de ellos regañó a los otros dos por haber sido tan perezosos y poner en peligro sus propias vidas.

                                                                     FIN.



Alí Babá y los cuarenta ladrones.

 Había una vez un señor que se llamaba Alí Babá y que tenía un hermano que se llamaba Kassim. Alí Babá era honesto, trabajador, bueno, leñador y pobre. Kassim era deshonesto, haragán, malo, usurero y rico. Alí Babá tenía una esposa, una hermosa criada que se llamaba Luz de la Noche, varios hijos fuertes y tres mulas. Kassim tenía una esposa y muy mala memoria, pues nunca se acordaba de visitar a sus parientes, ni siquiera para preguntarles si se encontraban bien o si necesitaban algo. En realidad no los visitaba para que no le salieran pidiendo algo.


Un día en que Alí Babá estaba en el bosque cortando leña oyó un ruido que se acercaba y que se parecía al ruido que hacen cuarenta caballos cuando galopan. Se asustó, pero como era curioso, trepó a un árbol.


Espiando, vio que eran, efectivamente, cuarenta caballos. Sobre cada caballo venía un ladrón, y cada ladrón tenía una bolsa llena de monedas de oro, vasos de oro, collares de oro y más de mil rubíes, zafiros, ágatas y perlas. Delante de todos iba el jefe de los ladrones.


Los ladrones pasaron por debajo de Alí Babá y se frenaron frente a una gran roca que tenía, más o menos, como una cuadra de alto y que era completamente lisa. Entonces el jefe de los ladrones gritó a la roca:


—¡Sésamo: ábrete!




Se oyó un trueno y la roca, como si fuera un sésamo, se abrió por el medio mientras Alí Babá casi se cayó del árbol por la emoción. Los ladrones entraron por la abertura de la roca con caballos y todo, y una vez que estuvieron dentro el jefe gritó:


—¡Sésamo: ciérrate! —Y la roca se cerró.


«Es indudable —pensó Alí Babá sin bajar del árbol— que esa roca completamente lisa es mágica y que las palabras pronunciadas por el jefe de los ladrones tienen el poder de abrirla. Pero más indudable todavía es que dentro de esa extraña roca tienen esos ladrones su escondite secreto donde guardan todo lo que roban». Y enseguida se oyó otra vez un gran trueno y la roca se abrió. Los ladrones salieron y el jefe gritó:


—¡Sésamo: ciérrate! —La roca se cerró y los ladrones se alejaron a todo galope, seguramente para ir a robar en algún lado. Cuando se pedieron de vista, Alí Babá bajó del árbol.


«Yo también entraré en esa roca —pensó—. El asunto será ver si otra persona, pronunciando las palabras mágicas, puede abrirla». Entonces, con todas las fuerzas que tenía, gritó:


—¡Sésamo: ábrete! —Y la roca se abrió.


Después de tardar lo que se tarda en parpadear, se lanzó por la puerta mágica y entró. Una vez dentro, se encontró con el tesoro más grande del mundo.


—¡Sésamo: ciérrate! —dijo después. La roca se cerró con Alí Babá dentro y él, con toda tranquilidad, se ocupó de meter en una bolsa una buena cantidad de monedas de oro y rubíes. No demasiado, lo suficiente como para asegurarse la comida de un año y tres meses.
Después dijo:


—¡Sésamo: ábrete! —La roca se abrió y Alí Babá salió con la bolsa al hombro, tras lo cual añadió—: ¡Sésamo: ciérrate! —Y la roca se cerró y él volvió a su casa, cantando de alegría. Pero cuando su esposa lo vio entrar con la bolsa se puso a llorar.


—¿A quién le robaste eso? —gimió la mujer.


Y siguió llorando. Pero cuando Alí Babá le contó la verdadera historia, la mujer se puso a bailar con él.


—Nadie debe enterarse que tenemos este tesoro —dijo Alí Babá—, porque si alguien se entera querrá saber de dónde lo sacamos, y si le decimos de dónde lo sacamos querrá ir también él a esa roca mágica, y si va puede ser que los ladrones lo descubran, y si lo descubren terminarán por descubrirnos a nosotros. Y si nos descubren a nosotros nos cortarán la cabeza. Enterremos todo esto.


—Antes contemos cuántas monedas y piedras preciosas hay —dijo la mujer de Alí Babá.


—¿Y terminar dentro de diez años? ¡Nunca! —le contestó Alí Babá.


—Entonces pesaré todo esto. Así sabré, al menos aproximadamente, cuánto tenemos y cuánto podremos gastar —dijo la mujer. Y agregó—: Pediré prestada una balanza.


Desgraciadamente, la mujer de Alí Babá tuvo la mala idea de ir a la casa de Kassim y pedir prestada la balanza. Kassim no estaba en ese momento, pero sí su esposa.


—¿Y para qué quieres la balanza? —le preguntó la mujer de Kassim a la mujer de Alí Babá.


—Para pesar unos granos —contestó la mujer de Alí Babá.


«¡Qué raro! —pensó la mujer de Kassim—. Éstos no tienen ni para caerse muertos y ahora quieren una balanza para pesar granos. Eso sólo lo hacen los dueños de los grandes graneros o los ricos comerciantes que venden granos».


—¿Y qué clase de granos vas a pesar? —le preguntó la mujer de Kassim después de pensar lo que pensó.


—Pues granos... —le contestó la mujer de Alí Babá.


—Voy a prestarte la balanza —le dijo la mujer de Kassim.


Pero antes de prestársela, y con todo disimulo, la mujer de Kassim untó con grasa la base de la balanza.


«Algunos granos se pegarán en la grasa, y así descubriré qué estuvieron pesando realmente», pensó la mujer de Kassim.


Alí Babá y su mujer pesaron todas las monedas y las piedras preciosas. Después devolvieron la balanza. Pero un rubí había quedado pegado a la grasa.


—De manera que éstos son los granos que estuvieron pesando —masculló la mujer de Kassim—. Se lo mostraré a mi marido.


Y cuando Kassim vio el rubí, casi se muere del disgusto.


Y él, que nunca se acordaba de visitar a Alí Babá, fue corriendo a buscarlo. Sin saludar a nadie, entró en la casa de su hermano en el mismo momento en que estaban por enterrar el tesoro.


—¡Sinvergüenzas! —gritó—. Ustedes siempre fueron unos pobres gatos. Díganme de dónde sacaron ese maravilloso tesoro si no quieren que los denuncie a la policía.


Y se puso a patalear de rabia. Alí Babá, resignado, comprendió que lo mejor sería contarle la verdad.


—Mañana mismo iré hasta esa roca y me traeré todo a mi casa —dijo Kassim cuando terminaron de explicarle.


A la mañana siguiente, Kassim estaba frente a la roca dispuesto a pronunciar las palabras mágicas. Había llevado doce mulas y veinticuatro bolsas; tanto era lo que pensaba sacar.


—¿Qué era lo que tenía que decir? —se preguntó Kassim—. Ah, sí, ahora recuerdo... Y muy emocionado exclamó—: ¡Sésamo: ábrete!


La roca se abrió y Kassim entró. Después dijo «Sésamo: ciérrate», y la roca se cerró con él dentro.


Una hora estuvo Kassim parado frente a las montañas de moneda de oro y de piedras preciosas.


«Aunque tenga que venir todos los días —pensó—, no dejaré la más mínima cosa de valor que haya aquí. Me lo voy a llevar todo a mi casa». Y se puso a morder las monedas para ver si eran falsas. Después empezó a elegir entre las piedras preciosas. «Aunque me las llevaré todas, es mejor que empiece por las más grandes, no vaya a ser que por h o por b mañana no pueda venir y me quede sin las mejores». La elección le llevó unas cinco horas. Pero en ningún momento se sintió cansado. «Es el trabajo más hermoso que he hecho en mi vida. Gracias al tonto de mi hermano, me he convertido en el hombre más rico del mundo». Y cuando cargó las veinticuatro bolsas se dispuso a partir.


—¿Qué era lo que tenía que decir? —se preguntó—. Ah, sí, ahora recuerdo... —Y muy emocionado dijo—: Alpiste: ábrete.


Pero la roca ni se movió.


—¡Alpiste: ábrete! —repitió Kassim.


Pero la roca no obedeció.


—Por Dios —dijo Kassim—, olvidé el nombre de la semilla. ¿Por qué no lo habré anotado en un papelito?


Desesperado, empezó a pronunciar el nombre de todas las semillas que recordaba: «Cebada: ábrete»; «Maíz: ábrete»; «Garbanzo: ábrete». Al final, totalmente asustado, ya no sabía qué decir: «Zanahoria: ábrete»; «Coliflor: ábrete»; «Calabaza: ábrete». Hasta que la roca se abrió. Pero no por Kassim sino por los cuarenta ladrones que regresaban. Y cuando vieron a Kassim, le cortaron la cabeza.


—¿Cómo habrá entrado aquí? —preguntó uno de los ladrones.


—Ya lo averiguaremos —dijo el jefe—. Ahora salgamos a robar otra vez.


Y se fueron a robar, después de dejar bien cerrada la roca.


Pero Alí Babá estaba preocupado porque Kassim no regresaba. Entonces fue a buscarlo a la roca.


Dijo «Sésamo: ábrete», y cuando entró vio a Kassim muerto. Llorando, se lo llevó a su casa para darle sepultura. Pero había un problema: ¿qué diría a los vecinos? Si contaba que Kassim había sido muerto por los ladrones se descubriría el secreto, y eso, ya lo sabemos, no convenía.


—Digamos que murió de muerte natural —dijo Luz de la Noche.


—¿Cómo vamos a decir eso? Nadie se muere sin cabeza —dijo Alí Babá.


—Yo lo resolveré —dijo Luz de la Noche, y fue a buscar a un zapatero.


Camina que camina, llegó a la casa del zapatero.


—Zapatero —le dijo—, voy a vendarte los ojos y te llevaré a mi casa.


—Eso nunca —le contestó el zapatero—. Si voy, iré con los ojos bien libres.


—No —repuso Luz de la Noche. Y le dio una moneda de oro.


—¿Y para qué quieres vendarme los ojos? —preguntó el zapatero.


—Para que no veas a dónde te llevo y no puedas decir a nadie dónde queda mi casa —dijo Luz de la Noche, y le dio otra moneda de oro.


—¿Y qué tengo que hacer en tu casa? —preguntó el zapatero.


—Coser a un muerto —le explicó Luz de la Noche.


—Ah, no —dijo el zapatero—, eso sí que no —y tendió la mano para que Luz de la Noche le diera otra moneda.


—Está bien —dijo el zapatero después de recibir la moneda—, vamos a tu casa.


Y fueron. El zapatero cosió la cabeza del muerto, uniéndola. Y todo lo hizo con los ojos vendados. Finalmente volvió a su casa acompañado por Luz de la Noche y allí se quitó la venda.


—No cuentes a nadie lo que hiciste —le advirtió Luz de la Noche.


Y se fue contenta, porque con su plan ya estaba todo resuelto. De manera que cuando los vecinos fueron informados de que Kassim había muerto, nadie sospechó nada.


Y eso fue lo que pasó con Kassim, el malo, el haragán, el de mala memoria. Pero resulta que los ladrones volvieron a la roca y vieron que Kassim no estaba. Ninguno de los ladrones era muy inteligente que digamos, pero el jefe dijo:


—Si el muerto no está, quiere decir que alguien se lo llevó.


—Y si alguien se lo llevó, quiere decir que alguien salió de aquí llevándoselo —dijo otro ladrón.


—Pero si alguien salió de aquí llevándoselo, quiere decir que primero entró alguien que después se lo llevó —dijo el jefe de los ladrones.


—¿Pero cómo va a entrar alguien si para entrar tiene que pronunciar las palabras mágicas secretas, que por ser secretas nadie conoce? —dijo otro ladrón.


Después de cavilar hasta el anochecer, el jefe dijo:


—Quiere decir que si alguien salió llevándose a ese muerto, quiere decir que antes de salir entró, porque nadie puede salir de ningún lado si antes no entra. Quiere decir que el que entró pronunció las palabras secretas.


—¿Y eso qué quiere decir? —preguntaron los otros treinta y nueve ladrones.


—¡Quiere decir que alguien descubrió el secreto! —contestó el jefe.


—¿Y eso qué quiere decir? —preguntaron los treinta y nueve.


—¡Que hay que cortarle la cabeza!


—¡Muy bien! ¡Cortémosela ahora mismo!


Y ya salían a cortarle la cabeza cuando el jefe dijo:


—Primero tenemos que saber quién es el que descubrió nuestro secreto. Uno de ustedes debe ir al pueblo y averiguarlo.


—Yo iré —dijo el ladrón número treinta y nueve. (El número cuarenta era el jefe).


Cuando el ladrón número treinta y nueve llegó al pueblo, pasó frente al taller de un zapatero y entró. Dio la casualidad de que era el zapatero que ya sabemos.


—Zapatero —dijo el ladrón número treinta y nueve—, estoy buscando a un muerto que se murió hace poco. ¿No lo viste?


—¿Uno sin cabeza? —preguntó el zapatero.


—El mismo —dijo el ladrón número treinta y nueve.


—No, no lo vi —dijo el zapatero.


—De mí no se ríe ningún zapatero —dijo el ladrón—. Bien sabes de quién hablo.


—Sí que sé, pero juro que no lo vi.


Y el zapatero le contó todo.


—Qué lástima —se lamentó el treinta y nueve—, yo quería recompensarte con esta linda bolsita. Y le mostró una bolsita llena de moneditas de oro.


—Un momento —dijo el zapatero—, yo no vi nada, pero debes saber que los ciegos tienen muy desarrollados sus otros sentidos. Cuando me vendaron los ojos, súbitamente se me desarrolló el sentido del olfato. Creo que por el olor podría reconocer la casa a la que me llevaron. —Y agregó—: Véndame los ojos y sígueme. Me guiaré por mi nariz.


Así se hizo. Con su nariz al frente fue el zapatero oliendo todo. Detrás de él iba el ladrón número treinta y nueve. Hasta que se pararon frente a una casa.


—Es ésta —dijo el zapatero—. La reconozco por el olor de la leña que sale de ella.


—Muy bien —respondió el ladrón número treinta y nueve—. Haré una marca en la puerta para que pueda guiar a mis compañeros hasta aquí y cumplir nuestra venganza amparados por la oscuridad de la noche.


Y el ladrón hizo una cruz en la puerta. Después, ladrón y zapatero se fueron cada cual por su camino. Pero Luz de la Noche había visto todo. Entonces salió a la calle y marcó la puerta de todas las casas con una cruz igual a la que había hecho el ladrón. Tras ello se fue a dormir muy tranquila.


—Jefe —dijo el ladrón número treinta y nueve cuando volvió a la guarida secreta—, con ayuda de un zapatero descubrí la casa del que sabe nuestro secreto y ahora puedo conducirlos hasta ese lugar.


—¿Aun en la oscuridad de la noche? ¿No te equivocarás de casa? —preguntó el jefe.


—No, porque marqué la puerta con una cruz.


—Vamos —dijeron todos.


Y blandiendo sus alfanjes se lanzaron a todo galope.


—Ésta es la casa —dijo el ladrón número treinta y nueve cuando llegaron a la primera puerta del pueblo.


—¿Cuál? —preguntó el jefe.


—La que tiene la cruz en la puerta.


—¡Todas tienen una cruz! ¿Cuántas puertas marcaste?


El ladrón número treinta y nueve casi se desmaya. Pero no tuvo tiempo porque el jefe, enfurecido, le cortó la cabeza. Y, sin pérdida de tiempo, ordenó el regreso. No querían levantar sospechas.


—Alguien tiene que volver al pueblo, hablar con ese zapatero y tratar de dar con la casa.


—Iré yo —dijo el ladrón número treinta y ocho.


Y fue, encontró la casa del zapatero, y éste se hizo vendar los ojos. Le señaló la casa y el ladrón número treinta y ocho hizo una cruz en la puerta. Pero de color rojo y tan chiquita que apenas se veía. Después zapatero y ladrón se fueron, cada cual por su camino.


Pero Luz de la Noche vio todo y repitió la estratagema anterior: en todas las puertas de la vecindad marcó una cruz roja, igual a la que había hecho el bandido.


—Jefe, ya encontré la casa y puedo guiarlos ahora mismo —dijo el ladrón número treinta y ocho cuando volvió a la roca mágica.


—¿No te confundirás? —dijo el jefe.


—No, porque hice una cruz tan pequeña, que solo yo sé cuál es.


Y los treinta y nueve ladrones salieron a todo galope.


—Ésta es la casa —dijo el ladrón número treinta y ocho cuando llegaron a la primera puerta del pueblo.


—¿Cuál? —preguntó el jefe.


—La que tiene esa pequeña cruz colorada en la puerta.


—Todas tienen una pequeña cruz colorada en la puerta —dijo el jefe de los bandidos. Y le cortó la cabeza. Después el jefe dijo—: Mañana hablaré yo con ese zapatero.


Y ordenó el regreso. Al día siguiente, el jefe de los ladrones buscó al zapatero. Y lo encontró. Y el zapatero se hizo vendar los ojos. Y lo guió. Y le mostró la casa. Pero el jefe no hizo ninguna cruz en la puerta ni otra señal. Lo que hizo fue quedarse durante diez minutos mirando bien la casa.


—Ahora soy capaz de reconocerla entre diez mil casas parecidas.


Y fue en busca de sus muchachos.


—Ladrones —les dijo—, para entrar en la casa del que descubrió nuestro secreto y cortarle la cabeza sin ningún problema, me disfrazaré de vendedor de aceite. En cada caballo cargaré dos tinas de aceite sin aceite. Cada uno de ustedes se esconderá en una tina y cuando yo dé la orden, ustedes saldrán de la tina y mataremos al que descubrió nuestro secreto y a todos los que salgan a defenderlo.


—Muy bien —dijeron los ladrones.


Los caballos fueron cargados con las tinas y cada ladrón se metió en una de ellas. El jefe se disfrazó de vendedor de aceite y después tapó las tinas.


Esa tarde los treinta y ocho ladrones entraron en el pueblo. Todos los que los vieron entrar pensaban que se trataban de un vendedor que traía treinta y siete tinas de aceite.


Llegaron a la casa de Alí Babá y el jefe de los ladrones pidió permiso para pasar.


—¿Quién eres? —preguntó Alí Babá.


—Un pacífico vendedor de aceite —dijo el jefe de los bandidos—. Lo único que te pido es albergue, para mí y para mis caballos.


—Adelante, pacífico vendedor —dijo Alí Babá.


Y le dio albergue. Y también comida, y dulces y licores. Pero el jefe de los ladrones lo único que quería era que llegara la noche para matar a Alí Babá y a toda su familia.


Y la noche llegó. Pero resulta que hubo que encender las lámparas.


—Nos hemos quedado sin una gota de aceite —dijo Luz de la Noche—, y no puedo encender las lámparas. Por suerte hay en casa un vendedor de aceites; sacaré un poco de esas grandes tinas que él tiene.


Luz de la Noche tomó un pesado cucharón de cobre y fue hasta la primera tina y levantó la tapa. El ladrón que estaba adentro creyó que era su jefe que venía a buscarlo para lanzarse al ataque, y asomó la cabeza.


—¡Qué aceite más raro! —exclamó Luz de la Noche, y le dio con el cucharón en la cabeza.


El ladrón no se levantó más.


Luz de la Noche fue hasta la segunda tina y levantó la tapa, y otro ladrón asomó la cabeza, creyendo que era su jefe.


—Un aceite con turbantes —dijo Luz de la Noche.


Y le dio con el cucharón. El ladrón no se levantó más. Tina por tina recorrió Luz de la Noche, y en todas pasó lo mismo. A ella y al que estaba adentro. Enojadísima, fue a buscar al vendedor de aceite, y blandiendo el cucharón le dijo:


—Es una vergüenza. No encontré ni una miserable gota de aceite en ninguna de sus tinas. ¿Con qué enciendo ahora mis lámparas?


Y le dio con el cucharón en la cabeza. El jefe de los ladrones cayó redondo.


—¿Por qué tratas así a mis huéspedes? —preguntó Ali Babá.


Entonces Luz de la Noche quitó el disfraz al jefe de la banda y todo quedó aclarado. Como es de imaginar, los ladrones recibieron su merecido.


Y eso fue lo que pasó con ellos.


En cuanto a Alí Babá, dicen que al día siguiente fue a buscar algunas monedas de oro a la roca, y que cuando llegó no encontró nada: la roca había desaparecido, con tesoro y todo.


Pero ésta es una versión que ha comenzado a circular en estos días, y no se ha podido demostrar.

                                                                            FIN.

domingo, 8 de mayo de 2011

Rapunzel.


     Había una vez... una pareja feliz que desde hacía mucho tiempo deseaban tener un hijo o una hija. Un día, la mujer sintió que su deseo ¡por fin! se iba a realizar.

     Su casa tenía una pequeña ventana en la parte de atrás, desde donde se podía ver un jardín magnífico lleno de flores hermosas y de toda clase de plantas, árboles frutales y verduras maravillosas. Estaba rodeado por una muralla alta y nadie se atrevía a entrar porque allí vivía una bruja.

     Un día, mirando hacia el jardín, la mujer se fijó en un árbol cargadito de espléndidas manzanas que se veían tan frescas y tan deliciosas que ansiaba comerlas. Su deseo crecía día a día y, como pensaba que nunca podría comerlas, comenzó a debilitarse, a perder peso y se puso pálida y frágil. Comenzaba a enfermarse.

Su esposo se preocupó y le preguntó:

—¿Qué te pasa, querida esposa?

—Ay —dijo—, ¡si no puedo comer unas manzanas del huerto que está detrás de nuestra casa, moriré!

Su esposo, que la amaba mucho, le respondió:

—No permitiré que fallezcas, querida.

Cuando oscureció, el hombre trepó la pared, entró en el jardín de la
bruja y rápidamente cogió algunas de aquellas manzanas tan rojas, las fue metiendo en un pequeño saco que llevaba y corrió a entregárselas a su esposa. Ella, de inmediato, comenzó a comerlas con deleite saboreando hasta el último pedacito. Eran tan deliciosas que al día siguiente creció su deseo por comer más.

Para mantenerla contenta, su esposo sabía que tenía que ser valiente e ir al huerto otra vez. Esperó toda la tarde hasta que oscureció, pero cuando saltó la pared, se encontró cara a cara con la bruja.

—¿Cómo te atreves a entrar en mi huerto a robarte mis manzanas? —dijo ella furiosa.

—¡Ay! —contestó él—, tuve que hacerlo, tuve que venir aquí porque me sentí obligado por el peligro que amenaza a mi esposa. Ella vio tus manzanas desde la ventana y fue tan grande su deseo de comerlas que pensó que moriría si no saboreaba algunas.

Entonces la bruja dijo:

—Si es verdad lo que me has dicho, permitiré que tomes cuantas manzanas quieras, pero a cambio me tienes que dar el hijo que tu esposa va a tener. Tendrá un buen hogar y yo seré su madre.

El hombre estaba tan aterrorizado que aceptó. Cuando su esposa dio a luz una pequeña niña, la bruja vino a su casa y se la llevó. La llamó Rapunzel.

Rapunzel llegó a ser la niña más hermosa de todo el planeta. Cuando cumplió doce años, la bruja la encerró en una torre en medio de un tupido bosque. La torre no tenía escaleras ni puertas, sólo una pequeña ventana en lo alto. Cada vez que la bruja quería subir a lo alto de la torre, se paraba bajo la ventana y gritaba:

—¡Rapunzel, Rapunzel, lanza tu trenza de oro!

Rapunzel tenía un maravilloso y abundante cabello largo, dorado como el sol. Parecía de oro. Siempre que escuchaba el llamado de la bruja se soltaba el cabello, lo ataba alrededor de uno de los ganchos de la ventana y lo dejaba caer al piso. Entonces la bruja trepaba por la trenza de oro.

Un día un príncipe, que cabalgaba por el bosque, pasó por la torre y escuchó una canción tan gloriosa que se acercó para escuchar.

Quien cantaba era Rapunzel. Atraído por tan melodiosa voz, el príncipe buscó una puerta o una ventana para entrar a la torre pero todo fue en vano. Sin embargo, la canción le había llegado tan profundo al corazón, que lo hizo regresar al bosque todos los días para escucharla.

Uno de esos días, vio a la bruja acercarse a los pies de la torre. El príncipe se escondió detrás de un árbol para observar y la escuchó decir:

—¡Rapunzel, Rapunzel, lanza tu trenza de oro!

Rapunzel dejó caer su larga trenza y la bruja trepó hasta la ventana.

—¡Oh, es así como se entra a la torre! —se dijo el príncipe—. Tendré que probar mi suerte.

Al día siguiente al oscurecer, fue a la torre y llamó:

—¡Rapunzel, Rapunzel, lanza tu trenza de oro!

El cabello de Rapunzel cayó de inmediato y el príncipe subió. Al principio Rapunzel estaba muy asustada al ver a un hombre extraño, pero el príncipe le dijo gentilmente que la había escuchado cantar y que su dulce melodía le había robado el corazón.



     Entonces Rapunzel olvidó su temor. El príncipe le preguntó si le gustaría ser su esposa a lo cual accedió de inmediato y sin pensarlo mucho porque —además de que lo vio joven y bello— estaba deseosa de salir del dominio de esa mala bruja que la tenía presa en aquel tenebroso castillo. El príncipe la venía a visitar todas las noches y la bruja, que venía sólo durante el día, no sabía nada.

Un día, en su ascenso, la bruja le dio un gran tirón en la trenza a Rapunzel y ella reaccionó cometiendo una terrible equivocación; le preguntó:

—Dime, ¿por qué eres tan pesada que me tiras del cabello, mientras que el príncipe sube hacia mí, rápido y sin hacerme daño?

—Niña perversa —gritó la bruja—, ¿qué es lo que escucho? ¡Así es que me has estado engañando!

En su furia, la bruja tomó el hermoso cabello de Rapunzel, lo enrolló un par de veces alrededor de su mano y, rápidamente, se lo cortó. Todo el cabello de oro y las maravillosas trenzas cayeron al suelo. Después la bruja llevó a Rapunzel a un lugar remoto y la abandonó para que viviera en soledad.

Esa tarde, cuando oscurecía, la bruja se escondió en la torre. Pronto llegó el hijo del rey y llamó:

—¡Rapunzel, Rapunzel, lanza tu trenza de oro!

Cuando la bruja escuchó el llamado del príncipe, amarró el cabello de la pobre Rapunzel a un gancho de la ventana y lo dejó caer al suelo. El príncipe trepó hasta la ventana y cuál no sería su sorpresa cuando se encontró con la malvada bruja en lugar de su dulce Rapunzel.

Ella lo miró con ojos perversos y diabólicos y le dijo:

—Has perdido a Rapunzel para siempre. ¡Nunca más la verás otra vez.!

El príncipe estaba desolado. Para colmo de su desgracia, se cayó desde la ventana sobre un matorral de zarza. No murió, pero las espinas del matorral lo dejaron ciego.

Incapaz de vivir sin Rapunzel, el príncipe se internó en el bosque. Vivió muchos años comiendo frutas y raíces, hasta que un día, por casualidad, llegó al solitario lugar donde Rapunzel vivía en la miseria.

De repente, escuchó una melodiosa voz que le era conocida y se dirigió hacia ella. Cuando estaba cerca, Rapunzel lo reconoció. Al verlo se volvió loca de alegría, pero se puso triste cuando se dio cuenta de su ceguera. Lo abrazó tiernamente y lloró.



     Sus lágrimas cayeron sobre los ojos del príncipe ciego. De inmediato, los ojos de él se llenaron de luz y pudo ver como antes. Entonces, feliz de estar reunido con su amor, se llevó a Rapunzel a su reino, en donde se casaron y vivieron felices para siempre.   

                                                                             FIN.

lunes, 2 de mayo de 2011

El patito feo.

     Como cada verano, a la Señora Pata le dio por empollar y todas sus amigas del corral estaban deseosas de ver a sus patitos, que siempre eran los más guapos de todos.

     Llegó el día en que los patitos comenzaron a abrir los huevos poco a poco y todos se congregaron ante el nido para verles por primera vez.


      Uno a uno fueron saliendo hasta seis preciosos patitos, cada uno acompañado por los gritos de alborozo de la Señora Pata y de sus amigas. Tan contentas estaban que tardaron un poco en darse cuenta de que un huevo, el más grande de los siete, aún no se había abierto.

     Todos concentraron su atención en el huevo que permanecía intacto, incluso los patitos recién nacidos, esperando ver algún signo de movimiento.




  Al poco, el huevo comenzó a romperse y de él salió un sonriente pato, más grande que sus hermanos, pero ¡oh, sorpresa!, muchísimo más feo y desgarbado que los otros seis...






 La Señora Pata se moría de vergüenza por haber tenido un patito tan feísimo y le apartó con el ala mientras prestaba atención a  los otros seis.

El patito se quedó tristísimo porque se empezó a dar cuenta de que allí no le querían...

    Pasaron los días y su aspecto no mejoraba, al contrario, empeoraba, pues crecía muy rápido y era flacucho y desgarbado, además de bastante torpe el pobrecito.

    Sus hermanos le jugaban pesadas bromas y se reían constantemente de él llamándole feo y torpe.

    El patito decidió que debía buscar un lugar donde pudiese encontrar amigos que de verdad le quisieran a pesar de su desastroso aspecto y una mañana muy temprano, antes de que se levantase el granjero, huyó por un agujero del cercado.


     Así llegó a otra granja, donde una vieja le recogió y el patito feo creyó que había encontrado un sitio donde por fin le querrían y cuidarían, pero se equivocó también, porque la vieja era mala y sólo quería que el pobre patito le sirviera de primer plato. También se fue de aquí corriendo.

    Llegó el invierno y el patito feo casi se muere de hambre pues tuvo que buscar comida entre el hielo y la nieve y tuvo que huir de cazadores que pretendían dispararle.

    Al fin llegó la primavera y el patito pasó por un estanque donde encontró las aves más bellas que jamás había visto hasta entonces. Eran elegantes, gráciles y se movían con tanta distinción que se sintió totalmente acomplejado porque él era muy torpe. De todas formas, como no tenía nada que perder se acercó a ellas y les preguntó si podía bañarse también.

    Los cisnes, pues eran cisnes las aves que el patito vio en el estanque, le respondieron:
- ¡Claro que sí, eres uno de los nuestros!
    A lo que el patito respondió:
-¡No os burléis de mí!. Ya sé que soy feo y desgarbado, pero no deberíais reír por eso...
- Mira tu reflejo en el estanque -le dijeron ellos- y verás cómo no te mentimos.




      El patito se introdujo incrédulo en el agua transparente y lo que vio le dejó maravillado. ¡Durante el largo invierno se había transformado en un precioso cisne!. Aquel patito feo y desgarbado era ahora el cisne más blanco y elegante de todos cuantos había en el estanque.

    Así fue como el patito feo se unió a los suyos y vivió feliz para siempre.

FIN

La ley del bosque iluminado.

   
 El bosque iluminado era el mejor bosque en que se podía vivir, donde las fiestas llenaban de luz las noches y todos disfrutaban. En aquel bosque sólo había una ley: "perdonar a todos". Y nunca tuvieron problemas con ella, hasta que un día la abeja picó al conejo por error, y éste sufrió tanto que no quería perdonarla. Pidió al búho que reuniera al consejo y revisaran aquella ley. Todos estuvieron de acuerdo en que no habría problema por relajarla, así que se permitió una única excepción por animal; si alguien se enfadaba de verdad con alguien, no tenía por qué perdonarle si no quería. Y así siguieron hasta la gran fiesta de la primavera, la mejor del año, que resultó un grandísimo fracaso: sólo aparecieron el búho y unos pocos animales más. Entonces el señor búho decidió investigar el asunto, y fue a ver al conejo. Este le dijo que no había ido por si iba la abeja, a la que aún no había perdonado. Luego la abeja dijo que no había ido por si iba la ardilla, a la que no había perdonado por tirar su colmena. La ardilla tampoco fue por si iba el zorro, a quien no había perdonado que robara su comida... y así sucesivamente todos contaron cómo habían dejado de ir por si se presentaba aquel a quien no habían perdonado. El búho entonces convocó la asamblea, y mostró a todos cómo aquellla pequeña excepción a la ley había acabado con la felicidad del bosque.




     Unánimemente decidieron recuperar su antigua ley, "perdonar a todos", a la que añadieron: "sin excepciones"